Érase una vez un lugar extraño, de piedra y tierras áridas, de senderos escarpados y costas de aguas traslúcidas bañadas por el sol. Entre sus murallas y paredes, se albergaba un rey y más abajo, entre entresijos de roca oscura, se cobijaba un monstruo.
Muy poco queda en la actualidad del palacio del Rey Minos y mucho menos, del laberinto que había bajo el palacio, sólo los pasillos señalados para los turistas y un montón de carteles indicadores que explican para qué servía una casa o qué tipo de vasijas estaban observando. Ya no queda ni un ápice de esas leyendas mitológicas, salvo el rumor constante de los extranjeros y los empujones, las esperas interminables para hacer una foto (éramos turistas a fin de cuentas); ni siquiera los restauradores o conservadores del emplazamiento han sido fieles al origen de Knossos.
Solo se pueden, contemplar los restos que quedan e imaginar qué podía inspirar la puerta del toro rojo.
Muy poco queda en la actualidad del palacio del Rey Minos y mucho menos, del laberinto que había bajo el palacio, sólo los pasillos señalados para los turistas y un montón de carteles indicadores que explican para qué servía una casa o qué tipo de vasijas estaban observando. Ya no queda ni un ápice de esas leyendas mitológicas, salvo el rumor constante de los extranjeros y los empujones, las esperas interminables para hacer una foto (éramos turistas a fin de cuentas); ni siquiera los restauradores o conservadores del emplazamiento han sido fieles al origen de Knossos.
Solo se pueden, contemplar los restos que quedan e imaginar qué podía inspirar la puerta del toro rojo.
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